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Salario digno, la mejor forma de protección social |
Contrario al enfoque del Banco de la República y del Ministerio de Hacienda que conciben el salario mínimo sólo como un factor inflacionario, es necesario adoptar una perspectiva menos restringida, ya que el salario también es consumo Por: Décsi Astrid Arévalo
La propuesta del Emisor es la perfecta muestra de aquel enfoque que concibe el salario mínimo sólo como un factor inflacionario. Esta perspectiva, también adoptada por el Ministro de Hacienda ampara dos tendencias: de un lado, abandonar la idea de que el salario es un equivalente de la realización de un trabajo. De otro, emplazar el salario mínimo como una suerte de enemigo del sistema económico, ya que al incremento del salario mínimo se le imputa el crecimiento de la inflación (concebida, a su vez, como el peor de los males) y la generación del desempleo. Este tipo de conclusiones se obtienen cuando el mundo laboral se comprende desde la óptica de los costos empresariales, lo que refleja, en últimas, la creencia de que mantener o acrecentar la ganancia empresarial es la función objetivo del país. No obstante, esta visión se enmascara en el discurso tradicional que utilizan los gremios, los grupos económicos, las directivas del Banco de la República, el Ministerio de Hacienda, algunos centros de investigación y los áulicos de la política económica, para quienes las medidas del gobierno se hacen en defensa de los pobres. Y, por ello, se atreven a sostener que un incremento salarial conduciría a ampliar la pobreza. Sin embargo, esas tesis hacen parte de la mundialización financiera que, junto con las de ajuste estructural de los años noventa, se convirtieron en un ataque al mundo del trabajo. En tal contexto se instauró lo que la Comisión Económica para América Latina (Cepal) denomina un régimen de dominación financiera o un proceso de financiarización.
En la actual crisis, los empresarios presionan por tener un mercado de trabajo más flexible, lo que significa dotar al empresario de poder para despedir a sus empleados con mayor facilidad. Así, la flexibilidad se traduce en una redistribución de los riesgos, transfiriéndolos del Estado y de las empresas a los individuos, de modo que los receptores de los efectos de la crisis son los asalariados y sus familias. La tendencia en Colombia ha sido instaurar un régimen de bajos salarios, donde las ganancias en productividad no se reflejan en incrementos salariales. Esta condición explica buena parte de la concentración del ingreso, que a juzgar por los datos presentados por la Cepal es bastante elevado: el coeficiente de Gini para Colombia llegó a 0,61 en 2007. Es justamente este régimen de bajos salarios el que hace que el salario mínimo esté muy cercano al salario promedio de la economía. No se trata de que el primero sea muy elevado sino de que un amplio porcentaje de los trabajadores apenas devenga un salario mínimo.
Reconocer un incremento salarial equivalente a la inflación de 2009 es aceptar la pérdida generada el año anterior, en el que el salario mínimo creció 6,4 por ciento y la inflación se situó en 7,67 por ciento, desbalance que ha contribuido a la caída en el consumo, la que se avizora aun mayor con un aumento de la tasa de desempleo, que en agosto pasado alcanzó el 11,7 por ciento. Contrario a lo que pregonan los directivos del Banco de la República y del Ministerio de Hacienda, garantizar formas de vida adecuadas deben ser los derroteros de la política económica, tal como lo señala la Constitución. En un país donde la extensión y la profundización de la pobreza (46 por ciento de pobres y 18 por ciento de indigentes) están al orden del día, se registran altos niveles de inequidad y existe precariedad laboral e informalidad elevada, los ‘éxitos’ de la política económica son cuestionables, pues salvo los grupos económicos que han salido favorecidos de las decisiones económicas de la actual administración gubernamental, no hay otros beneficiarios.
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