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La iniciativa del Gobierno Duque sugiere que la nueva regla fiscal tendría un periodo de transición de cuatro años, luego del cual regiría en forma plena.
Agosto 2 de 2021, Bogotá D.C. UN Periódico Digital
Jorge Armando Rodríguez Alarcón. Decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL)
La creencia según la cual las elecciones presidenciales de 2022 determinarán el curso futuro de la política fiscal debe ser revisada. Además de que el marco legal vigente delimita el abanico de opciones disponibles (piénsese en las llamadas inflexibilidades presupuestales), la razón es que la política fiscal del próximo Gobierno, así como de los gobiernos siguientes, sería en buena medida definida –para bien o para mal– por el proyecto de Inversión Social presentado por el Gobierno del presidente Iván Duque, especialmente si se aprueban las propuestas sobre regla fiscal y austeridad del gasto.
Bajo la Constitución Política de 1991 las finanzas del Gobierno nacional central (GNC) han sido persistentemente deficitarias. Por lo general, la mayor parte del déficit fiscal total ha exhibido un carácter estructural, en vez de coyuntural o transitorio, según varios diagnósticos. Esta consideración sirvió de base para que la regla fiscal establecida en la Ley 1473 de 2011 buscara controlar el componente estructural del déficit.
Dicha regla, suspendida con atino a mediados de 2020 para acomodar los mayores gastos públicos y los menores recaudos asociados con la pandemia, ordenaba un ajuste escalonado de las finanzas del GNC hasta conseguir que el déficit estructural “no fuera mayor a 1 % del PIB a partir de 2022”. En lugar de levantar la suspensión, el proyecto de Ley de Inversión Social propone una nueva regla fiscal, la cual tutelaría la conducción de la hacienda pública durante las siguientes administraciones, cualesquiera que sean sus orientaciones políticas.
La nueva regla fiscal
Según la iniciativa del Gobierno Duque, la nueva regla fiscal tendría un periodo de transición de cuatro años, luego del cual regiría en forma plena. La regla fiscal plena, que se aplicaría a partir de 2026, establece un límite legal para el tamaño relativo de la deuda del GNC, equivalente a 71 % del PIB. Por encima de ese límite, sostiene el Gobierno, asomarían las amenazas de “insostenibilidad de las finanzas públicas”. Más allá de las referencias a la importancia de la sostenibilidad fiscal, la exposición de motivos del proyecto no explica el porqué de la escogencia de ese tope específico y no de otro. Por su parte, la regla de la Ley 1473 no fija topes al tamaño de la deuda, una diferencia crucial. Esta no es una cuestión menor: un límite demasiado estrecho puede obstaculizar la implementación de políticas fiscales contracíclicas y la financiación misma del desarrollo económico; uno demasiado amplio sería redundante o ineficaz.
Además, la nueva regla instituiría un límite para el “balance primario neto estructural” del GNC en cada año, dependiendo del tamaño de la deuda pública (neta) en el periodo anterior. Aquí también hay un cambio significativo, manifiesto en la introducción del adjetivo “primario”, ausente de la Ley 1473. El balance primario excluye por definición los intereses pagados y recibidos, enmienda no contemplada en la regla fiscal suspendida. En la medida en que el pago de intereses resulta de decisiones de endeudamiento del pasado, el balance primario se considera como un mejor indicador de la política fiscal del gobierno de turno.
Así y todo, el concepto de balance primario estructural es impreciso, vago. Suele concebirse como el déficit o superávit fiscal (excluidos los intereses) que surgiría si la producción agregada, medida por el PIB, estuviera en su nivel potencial, nivel que se presume consistente con una inflación estable. Se trata de un constructo, no de una variable observable, de suerte que, en comparación con sus contrapartes directamente medibles, está más expuesto a los artilugios contables. Además, sus fundamentos teóricos han sido cuestionados con razón por suponer que la economía tiende a una tasa “natural” de desempleo.
Según el proyecto de ley, cuando la deuda neta representa el 55 % del PIB –porcentaje considerado allí como el nivel prudencial de endeudamiento–, las cuentas fiscales deben arrojar un superávit primario estructural del 0,2 % del PIB. En la medida en que la deuda neta supere el 55 % del PIB, “la meta fiscal se hace más exigente (superior al 0,2 % del PIB)”.
Austeridad y desempleo
Una manera de ilustrar el grado de exigencia de la nueva regla fiscal plena es preguntarse qué se requeriría para reducir el tamaño de la deuda del GNC del nivel actual (65,1 % del PIB) al nivel que la iniciativa gubernamental considera como “prudencial” (55 % del PIB). El Marco Fiscal de Mediano Plazo presenta los resultados de algunas simulaciones para responder a este interrogante: para lograrlo habría que generar superávits primarios estructurales anuales de alrededor del 1,2 % del PIB durante una década. Partiendo de un déficit primario estructural actual de entre 4 y 5 % del PIB, estaríamos hablando de un ajuste fiscal de proporciones significativas.
Pero recuérdese que el proyecto de ley prevé un periodo de transición para la aplicación de la nueva regla fiscal. Durante la transición, entre 2022 y 2025, el balance primario neto estructural del GNC debe pasar de manera gradual de un déficit del 4,7 % del PIB a un superávit de 0,5 % del mismo agregado, “independientemente del valor de la deuda neta que se observe”. El apretón fiscal requerido por la regla de transición sería particularmente duro en 2023, año para el que se exige una reducción del déficit primario estructural del 3,3 % del PIB. Sin embargo, es probable que el apretón fuera todavía más duro si la regla de la Ley 1473 entrara en vigor de nuevo.
A semejanza de la regla fiscal suspendida, la nueva norma acogería un ajuste estructural de las finanzas públicas con descuido del nivel de empleo. Construida como está sobre la brecha entre el PIB potencial y el PIB observado, pasa por alto que los niveles de producción y de empleo no siempre van de la mano. Aunque es cierto que la nueva regla incorporaría un componente cíclico que en teoría se podría utilizar para combatir el desempleo, en la práctica la política fiscal contracíclica se tendría que implementar a la vez que se implementa un ajuste estructural, con efectos ambiguos sobre la ocupación y la actividad económica.
El proyecto de ley contiene una cláusula de escape, que en ciertas circunstancias permitiría incumplir temporalmente las metas de la regla fiscal. Es una salvaguardia precavida, pero si aquellas metas fiscales son defectuosas habría que pagar con frecuencia los costos políticos y financieros de acudir a la cláusula de escape.
Características del apretón
El proyecto de ley no solo acarrea la adopción de un proceso de ajuste fiscal, sino que también determina algunas de sus características. Así por ejemplo, los gastos de personal de los órganos que integran el Presupuesto General de la Nación y, de modo similar, los gastos por adquisición de bienes y servicios, “no podrán crecer en términos reales” durante 10 años, comenzando en 2023.
Sin mediar consideración alguna de las condiciones salariales de los empleados o de las necesidades de bienes y servicios de las entidades, los gastos de funcionamiento se constriñen allí para “generar ahorros de forma transversal”, del orden del 0,2 % del PIB por año. En contraste, programas como Ingreso Solidario, que podrían servir de germen de una institucionalidad hecha para lidiar con crisis socioeconómicas agudas, se extinguen en dos o tres años.
Por el lado de los ingresos, la principal fuente de recursos adicionales es el impuesto sobre la renta de las personas jurídicas. Fruto del aumento de la tarifa general del 31 al 35 %, se obtendrían recaudos nuevos del 0,6 % del PIB por año. Se presenta como “fuente permanente” de ingresos, pese a que se faculta al Gobierno a descontinuar la medida al cabo de cinco años, obviando la aprobación del Congreso, un procedimiento de dudosa constitucionalidad. Los múltiples tratamientos preferenciales existentes –que la reciente Comisión de Expertos en Beneficios Tributarios recomendaba reducir o eliminar– quedan intactos, prolongando el statu quo de inequidades entre empresas y actividades económicas.
La Ley de Financiamiento de 2018 autorizó a las sociedades a optar por el descuento del impuesto sobre la renta de un porcentaje del impuesto de industria y comercio (ICA) a su cargo, una medida que en la práctica implica que los contribuyentes de todo el país, incluyendo los de los departamentos y municipios más pobres, subsidian a las ciudades más ricas, acentuando las ya marcadas desigualdades territoriales. Hoy en día el descuento es del 50 %, pero la Ley autoriza a que a partir de 2022 se descuente el 100 %. Antes de 2018 solo se autorizaba la deducción del ICA, una opción menos onerosa para el fisco y menos sesgada desde una perspectiva territorial.
Lo que hace la iniciativa del Gobierno Duque –que se discute actualmente– es mantener el descuento del ICA en 50 %. En otras palabras, lo que hace es extender la vigencia de un desatino y reclamar crédito por ello, aduciendo que el desatino podría ser mayor. No deja de ser irónico que a este malabar se le clasifique como “fuente permanente” de recursos por un valor del 0,3 % del PIB, más cuando esta es una medida que, según el proyecto y a semejanza del caso de la tarifa del impuesto sobre la renta de las sociedades, el Gobierno podría desmontar transcurridos cinco años, al parecer reviviendo el descuento del 100 %.
El próximo Gobierno podría promover el cambio de las normas recién aprobadas si no está de acuerdo con ellas, pero el proceso sería políticamente desgastante, quizás inconducente. Mejor sería buscar acuerdos ahora para que el nuevo marco legal les dé cabida a orientaciones diversas de la política fiscal y de las prioridades de gasto estatal, teniendo el cuidado de proteger la sostenibilidad de las finanzas públicas.