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Presupuesto nacional y reforma a educación superior

 

Los esquemas de financiación asociados al proyecto de reforma del Gobierno Nacional y a la Ley 30 tienen fallos de diseño. 

 

 

Jorge Armando Rodríguez
Director- Centro de Investigaciones para el Desarrollo CID
Facultad de Ciencias Económicas - Universidad Nacional de Colombia

Bogotá D.C., 01-abr-2011 (Prensa CID). “Es clave aumentar la cobertura de la educación superior”, señala el Plan Nacional de Desarrollo que el Gobierno presentó a consideración del Congreso. La meta es pasar del 35% en 2009 al 50% en 2014. El Plan convoca a las universidades a mejorar la calidad de la educación que ofrecen “mediante la vinculación de un mayor porcentaje de docentes e investigadores con altos niveles de formación”, al tiempo que anuncia medidas dirigidas a fortalecer la investigación científica y tecnológica.

¿Pero cómo piensa el Gobierno conseguir esos objetivos, considerados por lo general como deseables, en tanto propician el desarrollo económico y social? En particular, ¿es factible lograrlos con los medios financieros previstos para el efecto? Buena parte de la respuesta se encuentra en la propuesta de reforma a la Ley 30 de 1992 –que regula la educación superior– presentada recientemente por el Presidente Santos.

Defensores y críticos de la propuesta gubernamental por lo general concuerdan en que una contribución significativa de la universidad pública al aumento buscado de cobertura, de modo que se preserve cierto balance entre instituciones públicas y privadas en términos del número de matriculados, requeriría recursos adicionales, aun si se producen aumentos de la eficiencia. Pero, ¿qué papel se le asigna en todo esto al presupuesto nacional?

Un ejercicio de simulación, que permite comparar los aportes efectivamente realizados a las universidades públicas bajo la Ley 30 en el período 2000-2010 con los aportes que se habrían efectuado si en el mismo lapso hubiera estado vigente la propuesta de reforma que impulsa la administración Santos, arroja luces sobre si la iniciativa gubernamental sería efectiva o no.

Aplicación virtual de la reforma

Los aportes de la Nación previstos en la propuesta de reforma pueden clasificarse en dos: los aportes recurrentes y los aportes adicionales transitorios. La propuesta gubernamental plantea una regla que ata el crecimiento anual de los aportes recurrentes de la Nación al crecimiento real del PIB, de modo tal que el primero resulta ser siempre inferior al segundo.

El Cuadro 1 presenta los resultados del ejercicio de aplicar al período 2000-2010 la regla sobre aportes de la Nación (recurrentes y adicionales transitorios) prevista en el proyecto de la administración Santos. Es, en otras palabras, como si dicha regla hubiera entrado en vigencia en el año 2000.

Bajo la Ley 30, las universidades públicas recibieron aportes del presupuesto nacional equivalentes, en promedio, al 0,45% del PIB en el período 2000-2010, y exhibieron una tendencia descendente. La tasa de crecimiento real de estos aportes se ubicó en el mismo lapso en 1,2% en promedio anual.

Como se aprecia en la Gráfica 1, la Ley 30 y el proyecto del Gobierno dan lugar –la primera en la práctica y el segundo en potencia– a una tendencia descendente de los aportes del presupuesto nacional a las universidades públicas, expresados como porcentaje del PIB. Esta tendencia indica que las reglas y prácticas de asignación de los recursos presupuestales restringen de hecho (Ley 30) y en potencia (proyecto del Gobierno) las posibilidades de que las universidades participen, de manera fiscalmente sostenible, de los aumentos de productividad del conjunto de la economía.

Ninguno de los dos esquemas de financiación provee un sustento sólido a la ampliación de cobertura y a la mejora de calidad de la educación superior que se ha propuesto el Gobierno, al menos en lo concerniente a la universidad pública. No lo haría la Ley 30 si siguiera vigente y se continuara aplicando como hasta ahora. Tampoco lo haría el proyecto Santos si se adoptara.

Las diferencias entre los dos esquemas, en términos de recursos presupuestales asignados, son relativamente marginales en el período analizado. Sería erróneo concluir, sin embargo, que los dos esquemas de financiación son virtualmente idénticos.

En términos de asignaciones presupuestales máximas potenciales, la Ley 30 sale mejor librada que el proyecto de Santos. Otra cosa es si lo potencial se convierte en real. La situación se invierte cuando se trata de asignaciones presupuestales mínimas, siempre y cuando el crecimiento económico sea positivo. En este caso, el proyecto Santos luce comparativamente mejor, sobre todo para tasas de crecimiento real del PIB relativamente elevadas (superiores al 5%).

Lo anterior puede ilustrarse empíricamente. La Gráfica 2 evidencia que, en ocho de los once años del período 2000-2010, los aportes presupuestales a las universidades públicas liquidados bajo la Ley 30 crecieron menos que el crecimiento de la economía. En los tres años restantes, crecieron por encima. Esta última es una manifestación de su ventaja desde el punto de vista de las asignaciones presupuestales máximas.

Entre tanto, los aportes presupuestales recurrentes liquidados bajo la regla prevista en la propuesta del Gobierno se habrían incrementado, en todos los casos, por debajo del crecimiento económico. Esto evidencia su desventaja en términos de asignaciones máximas. Sin embargo, se observa que, en contraste con la Ley 30, la propuesta de reforma no conduce a tasas de crecimiento reales negativas en los aportes. Esta sería una manifestación de su ventaja en términos de asignaciones mínimas.

¿Castillos de arena?

Los esquemas de financiación asociados tanto al proyecto de reforma como a la Ley 30 tienen serios fallos de diseño, ya que tienden a ignorar las características y el comportamiento de los gastos recurrentes y no están concebidos para acomodar las necesidades de inversión, más en circunstancias en las que se quiere ampliar la cobertura y mejorar la calidad de la educación superior. Ninguno de los dos esquemas maneja, por ejemplo, la noción de gastos recurrentes estandarizados, que ha venido ganando terreno en la literatura sobre estos temas.

Detrás del proyecto parece haber dos sesgos desmedidos: uno en contra de la financiación de la oferta y otro a favor de la financiación de la demanda (e.g., créditos y subsidios). La palabra clave en este caso es ‘desmedidos’. No se tiene en cuenta que las universidades públicas no se pueden crear o liquidar, ampliar o reducir, siguiendo al pie de la letra las fluctuaciones de la demanda.

Se requiere un grado importante de independencia (no total independencia) frente a las condiciones cambiantes de la demanda, con miras a garantizar la continuidad y estabilidad de las instituciones educativas. Y eso significa otorgar financiamiento a la oferta, representada en gastos recurrentes.

Entre los estamentos universitarios, las iniciativas del Gobierno sobre financiación de la educación superior pública tienden a verse con recelo: tras esta o aquella propuesta se esconde, según se dice a menudo, el deseo de privatizar la universidad estatal para que sus actividades se rijan por los caprichos del mercado, o de hacer que languidezca por falta de recursos presupuestales. Unas veces ese recelo es infundado; otras, en cambio, las orejas del lobo se asoman en los proyectos gubernamentales.

La desconfianza mutua ha dilatado los acuerdos sobre la financiación sostenible de la educación pública superior entre la sociedad, representada por las instituciones políticas, y los estamentos universitarios. En una metáfora declaradamente imperfecta, hoy en día la universidad pública se asemeja, en algunos aspectos, a un helado que se derrite mientras las partes interesadas discuten, en ocasiones de manera belicosa, cómo pagar la golosina.

 

 
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